El nuevo Proyecto titulado Manual, creado y curado por Matías Umpierrez, se propone convocar a directores y dramaturgos para realizar obras de teatro a partir de un manual de instrucciones: “producir teatralidad a partir de variables no dramáticas”. Sabemos que manuales hay muchos y de diferentes tipos. Y en esa variedad, el punto de partida fue el de asignar a cada uno de los creadores el manual del famoso juego de mesa T.E.G, un manual para realizar muebles en tu casa de forma rápida, y una guía práctica para hacer huertas de manera autónoma.
La edad de oro o acerca de cómo armar un mueble en tu casa
El primer espectáculo visto de este ciclo fue La edad de oro, a cargo de la dupla de Walter Jacob y Agustín Mendilaharzu, en la Sala Cancha, del Rojas. Así fue como el Manual de instrucciones del exhibidor para comercio Mueblemar fue tomado como objeto y no como punto de partida para desplegar un mundo a partir de ese universo. De hecho, el resultado es, más bien, todo lo contrario: se introduce en la dramaturgia como un elemento más, pero para jugar y zambullirse en el mundo del coleccionismo.
La acción transcurre en Mar del Plata, en un pequeño departamento que se utiliza de oficina de ventas de discos de vinilo en extinción. Los discos se exhiben en cajas de cartón y un escritorio con una computadora, que hace de central de operaciones de estas ventas que se realizan vía páginas Web dedicadas a la compra-venta de productos. De frente, al costado y en primer plano, un tocadiscos. Víctor (Ezequiel Rodríguez), pasados los 30, es el dueño de los discos que podrían contar varios y singulares momentos de su vida. La llegada de Julián (Pablo Sigal), un joven comprador de veinte años, entusiasmado, fanático hasta la médula (como Víctor) del cantautor Peter Hammill, avivará los recuerdos del florecer de su adolescencia: de cuando iban a ver esas bandas que recién llegaban a la Argentina, de cómo se hacían de los vinilos en épocas dónde “la Internet” recién daba sus primeros pasos y de sus trasnochadas en la cueva escuchando sus objetos de culto y cantando junto a su extrovertido amigo Horacio (Alberto Ajaka).
Ezequiel Rodríguez y Pablo Sigal construyen personajes queribles. Julián, es el típico nerd que se endeuda con un Víctor que no es que quiera lucrar con un veinteañero fanático, sino alguien a quien, simplemente, le cuesta desprenderse de sus discos. El valor, en esos casos, donde prima un lazo afectivo, es muy difícil de poner, porque son objetos cargados de historias. El acto de la venta puede incluso resultar un hecho doloroso. Cómo ponerle un precio a un disco que, como bien dice Horacio, “Yo te puedo decir cuáles tienen un problema, y te puedo cantar en qué tema y en qué momento hacen saltar la púa”. Éste es el punto donde La edad de oro cobra vuelo y resulta dulce y melancólica, pero con buenas dosis de humor. Esos adultos que ya no pueden volver atrás, a la época en la que ellos sienten como de oro. Lo singular es que nunca lo dicen, pero sí se percibe y sí transmiten ese estado a la platea. Hacen sentir esa añoranza por volver a vivir esos únicos momentos antes del “sentar cabeza” e intentar sobrevivir en la feliz. La dupla Víctor y Horacio está buscando de qué manera subsistir. Es por eso que invierte todo lo que tiene (sus discos) en remeras con grabados para vender a los turistas que abarrotan la Mar del Plata, tanto en invierno como en verano. Julián, será esa molesta visión que les trae lo que ya no pueden asir. El empecinamiento de Julián en escribirle a Peter Hammill (el reconocido ícono inglés del rock británico de los ’70 y cabeza del grupo Van der Graaf Generator), el haber seducido a Guillermina (interpretada por Denise Groesman) una de las pocas mujeres que se vuelve fanática de Hammill y entiende de música de culto, son estados que le recuerdan a Víctor aquello que se fue y no volverá.
¿Y el manual de instrucciones de Mueblemar? A esta altura pasa a un segundo plano. Sólo retrasa lo que es imposible que sobrevenga, sólo trae la enciclopedia de por qué en determinada época se comenzó a operar con el pensamiento del “hágalo por usted mismo”, que sólo demuestra que “por usted mismo” y sólo no podés hacer nada. Inteligente vuelta de tuerca. Y queda claro, como dije al principio y como los mismos autores lo exponen en el programa de mano, que el manual es sólo un elemento más y que el verdadero manual lo encontraron en la búsqueda. El desenlace de esta historia de discos, pasiones únicas, de jóvenes y ya adultos, será. Mejor callar.
Los pactos o acerca de cómo decir la verdad
El segundo espectáculo de este ciclo, Los pactos, con dramaturgia y dirección de Juan Pablo Gómez, también se presenta en la Sala Cancha del último piso del Rojas. El elenco está integrado por Patricio Aramburu, Ximena Banús, Nahuel Cano, Alejandro Hener y Juliana Muras. La propuesta, en este caso, es una curiosa dramaturgia a partir del emblemático juego de mesa T.E.G (Plan Táctico y Estratégico de la Guerra). Para esta ocasión Juan Pablo Gómez dice haber tomado al pie de la letra las instrucciones del juego de guerra, como si fuera un desarrollo dramático.
Humo sobre el suelo se expande. Un basural, un lugar de desechos que nadie quiere. Los recuerdos que nadie quiere recordar, olvidar, borrar del disco rígido de la memoria. Pero para atravesar y llegar a la felicidad no queda otra que cantar lo que se quiere ocultar. A su turno, los jugadores Alaska, San Justo, Polonia, Terranova y Labrador tiran los dados y se verá a quién le tocará la rueda de la memoria. A su turno, cada uno tendrá su momento donde expondrá el recuerdo (muchas veces vuelto trauma) de alguna instancia de su vida. Pequeñas acciones indebidas que entristecieron su pasaje en la tierra. ¿Cuál será la estrategia entonces? Las supuestas verdades se vuelven mentirosas y los personajes son devueltos, tristemente golpeados de un más allá oscuro al que no desean volver. Es el momento de reagruparse para salirse. Algunos realizarán un pacto.
Las ruedas pequeñas, medianas y de las grandes traen inscripto el recuerdo en una frase. A ese lugar nadie quiere llegar. Sólo es necesario encarnar la represalia para intentar esbozar alguna verdad. ¿Pero cuál es la verdad que se necesita escuchar para sobrevivir en este juego? Labrador dice: “Entonces al que le toca, pasa y a decir la verdad. La ver-dad” y Terranova explica: “Sí, pero no alcanza con decir algo entonces, ¿no? Quiero decir, hay que vivir en carne propia la experiencia de la verdad”.
Vivir en carne propia la experiencia de la verdad. ¿Es posible eso? No se trata de representar la verdad o el recuerdo sino de encarnarla.
Voy al campo, abandonaré la ciudad
El horticultor autosuficiente, con actuación de Moro Anghileri y William Prociuk, y con dramaturgia y dirección de Mariana Chaud, está basado en la Guía Práctica Ilustrada para el horticultor autosuficiente, de John Seymour. Explica Chaud: “algunos de los temas que se desprenden de la obra son: la relación del hombre con la naturaleza, la dualidad entre intuición y racionalidad, y el sentido común versus las reglas”.
Ingrid es una socióloga que se interna en la inmensidad del campo para paliar lo que se presume como una separación con mediación de abogados. Se propone hacer una huerta orgánica a partir de un libro que lee como si fuera un tratado universitario. Para emprender esa tarea contrata a Pablo, un jardinero, un muchacho de manos curtidas por su trabajo en el campo. En el transcurrir del día a día comienza un vínculo afectivo entre ellos.
En la Sala Biblioteca, espacio siempre acogedor para desplegar mundos ficcionales, se vislumbra en el fondo unas hileras de pequeños árboles. El contraste es notable: un espacio pensado para la lectura que juega con un espacio abierto de campo y aromas silvestres. De frente, muy pocos elementos: una mesa, una silla; radio grabador, bebida fuerte y vasitos. Más allá, escobillón y palita y unas bolsas de tierra. Inteligencia y simpleza a cargo de la escenógrafa Alicia Leloutre, siempre de la mano de Matías Sendón en una iluminación precisa.
El tono del espectáculo es el de una comedia dramática. Lo que se pone en juego son dos formas de pensamiento y de ser en el mundo que no podrían convivir. Ella analiza todo y es más bien progresista en su pensamiento: hacía estudios en las villas y analizaba dónde se producían los focos de discriminación. Él es machista, racista, discriminador, dice que todos los pibes son unos “negros de mierda” y saca la teoría de la manzana podrida, como si nada. A ella, una lluvia puede hacerla entrar en crisis y sentir que todo se viene abajo. Él trabaja rápido y no se para a reflexionar: todo lo aprendió de mirar a otros manejarse en el campo. Pero los extremos en algún punto se tocan, como la punta de una hoja que se roza con la hoja de un árbol vecino. Las actuaciones de Moro Anghileri y Willy Prociuk y el vínculo que se genera entre ellos son algo realmente vivo y bello y en este sentido es clara la sabiduría en la dirección de Chaud.
La obra se vuelve cachonda y los espectadores sólo quieren ver "el momento del beso". No importa que no sean el uno para el otro, que sean de clases sociales diferentes, no importa. Como en las mejores novelas románticas, “ese momento” tiene que llegar, para bien o para mal. Entre teorías acerca de cómo es mejor plantar las hortalizas o los aromas de los árboles frutales, o reflexiones acerca de si sería bueno comprar gallinas ponedoras y lo bien que hace al mundo y a la gente lo orgánico, pasa el tiempo. Las verduras crecen y la ofrenda se trae cuál hijo criado con mucho cuidado, con amor. Sí, mucho amor y pasión.