Milagro al portador

En un pueblo donde las cenizas prometen curas y las palabras son el poder, la esperanza se vende en cuotas y la memoria se convierte en un altar de leyendas.
El pueblo duerme con los puños apretados, y la siesta trae el olor de la parra, del patio y del aljibe. Las cenizas del muerto sanan a las gentes.
Y la casa de techos altos y de zaguán sabe rumores de milagros, lo que se dirían trucos de feria o nostalgias al portador.
Suceden los sucedidos o se sueñan los sueños.
Hay la fiesta del santo o los bochornos del carnaval. Y en ese pueblo se traba negocio con los muertos o con las ambiciones, pues, ¿cuesta mucho dinero espiar en los recovecos del más allá? Cualquier imposible alcanza para que el pueblo se sacuda la quietud.
El mundo viejo muere, el nuevo tarda en nacer. Y es en ese claroscuro donde surgen los monstruos, o los cuerpos armados a soplo de mil contradicciones y una: Mercedes, Enzo, Fiama y Telma. Tocaron épocas sin fe. Y, cuando todo parece agonizar, es de buena gente fabricar alguna leyenda de papel picado. ¿Por qué no? Los horizontes de este pueblo caben en una pequeña caja de madera.

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