Por Margarita Pollini
A poco de haber establecido tardíamente su fama como compositor, Aram Khachaturian (nacido en Georgia de padres armenios y formado en Moscú) encaró a principios de 1940 un concierto para violín y orquesta que parece haber nacido de la más espontánea de las maneras. El dedicatario de la obra fue David Oistrakh: después de un primer contacto con el borrador, a los pocos días el virtuoso fue a tocar el concierto para Khachaturian (“Tocó como si hubiera estado practicándolo durante meses, cuando en realidad sólo habían sido unos días”) y colaboró en los aspectos técnicos de la versión definitiva.
La influencia de Oistrakh ayudó a establecer una fama inmediata a este concierto, irresistible combinación de una estructura tradicional con una escritura llena de desafíos para el solista e impregnada de aires folklóricos. El primer movimiento (Allegro con fermezza) se ciñe a la tradición en su forma, con temas contrastantes, desarrollo amplio, recapitulación y una coda ideal para el lucimiento del solista. El segundo (indicado Andante sostenuto) es una cavilación melancólica del violín en diálogo con el conjunto, con un papel destacado para las maderas. Una fanfarria deslumbrante abre el Allegro vivace, cuyo tema principal a cargo del violín trae reminiscencias del inicio; sin dar prácticamente respiro al solista, este cierre vertiginoso parece ilustrar mejor que ningún otro pasaje las palabras del propio autor: “Escribí música como si estuviera en una ola de felicidad; todo mi ser estaba en un estado de alegría, porque estaba esperando el nacimiento de mi hijo. Y este sentimiento, este amor por la vida, se transmitió a la música”.
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El 21 de noviembre de 1937, un hombre “pálido como una sábana” recibía en la Gran Sala de la Filarmónica de Leningrado una ovación que pocos compositores habían experimentado. Ese joven, el autor de la sinfonía que acababa de ser estrenada, era el mismo en torno a cuya obra se había desatado un infierno el año anterior, cuando Stalin condenara a través del diario Pravda su ópera Lady Macbeth de Mtsénsk. Muchas voces coinciden en decir que esa noche Dmitri Shostakovich comenzó su redención, y que este triunfo, obtenido por el puro mérito de su música, salvó su obra del ostracismo al que el régimen amenazaba con condenarlo. La obra en cuestión, la Sinfonía Nº 5 en re menor, se habría de convertir rápidamente en una de sus obras más populares, condición que aún conserva.
La tensión en el ambiente respondía a la intriga acerca de cuál habría de ser la “respuesta musical” del autor a esta condena política y social, en especial luego de otro episodio reciente: ante la presión oficial, Shostakovich había tenido que retirar su cuarta sinfonía. Confinado a escribir música para cine y teatro, sin poder hacer conciertos en público, el músico se jugaba su vida y su futuro con esta nueva partitura.
A pesar de ser lo contrario a lo que el régimen esperaba de una sinfonía, y ante el innegable triunfo, las autoridades la consagraron como una obra maestra del realismo socialista. Frente a esta aparente contradicción, desde el mismo día de su estreno han proliferado las interpretaciones de su contenido. En especial se ha querido ver en ella un roman à clef, un texto musical en clave que esconde circunstancias autobiográficas; según esta idea, la sinfonía relata la lucha del propio compositor -el héroe, el mártir- contra un tirano pomposo y engreído. Refuerza esta tendencia el hecho de que el autor incluyó, con un sentido casi explícito, citas de sus obras anteriores, como la cuarta sinfonía o una canción sobre texto de Pushkin (“Y las vacilaciones desaparecen de mi alma atormentada, como un nuevo y más brillante día trae visiones de oro puro”, en el momento de reposo que precede a la monumental coda en el cuarto movimiento).
Respecto del final, más tarde el compositor declaró: “La alegría es forzada, creada bajo amenaza, como en Boris Godunov. Es como si alguien te golpeara con un palo y te dijera: ‘Lo de ustedes es alegría, lo de ustedes es alegría’, y tú te levantaras, tembloroso, y te marcharas murmurando: ‘Lo nuestro es alegría, lo nuestro es alegría’. ¿Qué clase de apoteosis es esa? Hay que ser un completo idiota para no oírlo”.
Lo cierto es que la obra, que además consagró a Shostakovich como uno de los grandes sinfonistas de la historia, es un maravilloso caleidoscopio de ideas e influencias, en el que el autor logró amalgamar con maestría la tradición romántica, la influencia de Mahler (evidente tanto en el segundo movimiento como en el cuarto), la herencia pre-clásica (como los gestos barrocos del Moderato con el que se inicia la obra) y las tendencias de su propia época, y dar lugar al mismo tiempo a momentos de introspección profunda -tal como sucede en el tercer movimiento-, sin dejar de lado esa célebre ironía que tanto había irritado a Stalin, pero que habría de ser siempre para Shostakovich la vía de escape de su genio.
- TEATRO COLÓN (2024)