Burguesa

Año 1966. Una señora de Ramos Mejía que aspira a ascender de clase se prepara para ser admitida como propietaria en un tradicional country. Toma lecciones de artes, derrocha su dinero en pintura moderna y se codea con supuestos artistas de vanguardia. Pero su devota hija, el mayordomo bailarín y un profesor socialista luchan por convencerla de su falta de linaje. El mundo se ha partido en bloques. Se vive entre opuestos: civilidad o militarismo, hippismo o violencia, libertad sexual o fanatismo religioso. Los límites de la realidad se vuelven borrosos para esta burguesa divorciada vía Paraguay, que en su afán por transmutar se asoma a experiencias como el happening y la alucinación. ¿Por qué será que nos parecemos tanto a esta señora?

Sobre este espectáculo, sus responsables expresaron: “Se ha dicho que Molière no es francés sino del mundo”. A cuatrocientos años de su nacimiento, sabemos que el teatro se divide en antes y después de Molière. Hoy, artistas y público seguimos el humor que él trazó: clonamos sus personajes, remachamos sus situaciones, hurgamos en sus réplicas y remates, merodeamos su incorrección. No hay caso, Molière es una fiesta. Nuestra Burguesa es una versión femenina de El burgués gentilhombre situada en la Argentina del Onganiato, la del huevo de la serpiente, la que ya había dado la espalda a sus organizaciones políticas propiciando un señorío de élites con religión única, aversión por la ciencia y la cultura, reparto de palizas, mordazas y ostracismos. ¿Cómo referirnos en clave cómica a semejante pasado aún latente? Molière nos dio la llave: protagonista libre, la comedia como estructura, la sociedad como humorada. ¡Chapeau!”


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