La Piel de Elisa

Elisa (Lorena Damonte) es aquejada por un mal que la paraliza. A medida que pasan los días su piel crece, se quiebra, se pliega; la imagen del tiempo que pasa se encarna en su cuerpo. Logra sobrevivir siguiendo al pie de la letra la receta inverosímil, que un día un muchacho (Ignacio Catoggio) le reveló ante su silencio cómplice. Sólo relatando vívidamente historias de amor propias o ajenas puede salvarse.

La piel crece, asfixia, desdibuja sus rasgos, su identidad.

El tiempo pasa implacablemente, sin tregua.

La soledad somete, aliena, deforma.

Como contraparte, como posible remedio, el relato. Relato que aplaca, que alivia, que oxigena.

La humanidad se recuerda, se piensa, se imagina según su relato. Y es, justamente, en ese relato, donde imperceptiblemente se va edificando la memoria colectiva.

La oralidad como sinónimo de vitalidad.

Un cuerpo que cuenta, es un cuerpo que aún vive.

La Piel de Elisa ¿No tendrían así como al pasar, un recuerdo para prestarme?


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