Su acción se desarrolla en un convento italiano a fines del siglo XVII. Sor Angélica vive en un exilio lamentable por órdenes de su familia, que desaprobó su relación extramatrimonial, que trajo como consecuencia un hijo.
Ella añora al hijo desconocido y odia a la tía causante de su encierro. Sor Angélica se dedica al cuidado de las flores, pero un día es llamada por la Abadesa, quien requiere de la presencia de la monja.
Tras siete largos años ha venido a verla su anciana tía. Trae con ella un pergamino que Sor Angélica debe firmar. Es esta mujer quién enclaustró a Sor Angélica en castigo por un amor desgraciado, palabras sin misericordia, aún cuando le anuncia que su otra sobrina, la hermana menor de Sor Angélica, está por contraer matrimonio, ya que era algo casi impensable después del escándalo del embarazo de Sor Angélica, la cuál mancilló el honor de la familia con dicho acto.
Su tía trae consigo un pergamino que Sor Angélica debe firmar. Se trata de un testamento en el que se dividen los bienes de la familia. La anciana princesa tiene para la sobrina, a quien ella misma ha enclaustrado para castigarla por un amor desgraciado, palabras sin misericordia.
La música tiene una acentuada delicadeza femenina y páginas de fina inspiración melódica.
Sor Angélica sólo desea saber dónde se encuentra su hijo, al que vio una sola vez y que le fue arrancado de los brazos. La anciana se niega a decirlo, pero la madre, fuerte en su derecho, la obliga.
Al fin llega a conocer la terrible noticia: su hijo ha muerto hace dos años. La religiosa cae al suelo sollozando y firma el pergamino sin leerlo, para permanecer sola en las sombras del atardecer, evocando tiernamente a su hijito en una desolada plegaria. Aquí Puccini finaliza su drama, pero aún queda un camino de esperanza: del drama humano al milagro.
En un momento de exaltación, Sor Angélica bebe el jugo de una planta venenosa y al darse cuenta que ha cometido suicidio, y que por ser un pecado mortal no podrá ver a su hijo en el más allá, presa de arrepentimiento, pide clemencia a la Virgen.
Todo cuanto rodea a la moribunda se transforma en una visión mística y consoladora, coronada por la presencia de la Virgen María y de su propio hijo.