“Actuemos como el matemático loco (?) que usaba un principio de medición diferente para cada etapa de su cálculo” (1937, Carta alemana).

Los cumpleaños suelen ser la excusa que buscábamos para hacer una fiesta, pedir favores o deprimirnos. Madres, abuelas y tías se encargan de relatarnos nuevamente cómo rompieron bolsa en el lugar más inesperado y cuán vertiginoso fue el trayecto en auto hasta el hospital.  También de contarnos cómo fueron nuestros días de jardín de infantes, todo lo que rompimos en la casa o tiramos por el balcón, la vez que nos disfrazamos con la camisa nueva de papá y la manchamos de dulce de leche y ese tipo de delicias cotidianas. Resulta que los homenajes son cosas bastantes parecidas y en ellos, al igual que en los cumpleaños, siempre estamos esperando los regalos. Este año tuvimos suerte, porque coincidieron tres aniversarios: los cien años de la muerte de Henrik Ibsen, los cien del nacimiento de Samuel Beckett y los cincuenta de la muerte de Bertolt Brecht. Si de algo tienen que servir tantas efemérides, es, en definitiva, para que se hable de estos autores y por suerte vamos bien.
Por primera vez en la Feria del Libro hubo cursos de teatro. Por otra parte,  las editoriales lanzaron nuevas traducciones y los teatreros hicieron nuevas puestas. El Centro Cultural Ricardo Rojas programó el estreno argentino, con entrada libre y gratuita, de Beckett On Film, un proyecto de Michael Colgan y Alan Moloney, quienes junto a Blue Angel Films llevaron a la pantalla 19 piezas de Beckett, convocando a algunos de los más destacados cineastas de la actualidad, entre ellos Atom Egoyan, Patricia Rozema, Neil Jordan, Anthony Minghella y Karel Reisz. El Beckett Teatro organizó el Festival Beckett Buenos Aires donde, bajo la dirección de Miguel Guerberof y Patricio Orozco (ni juntos ni revueltos), se representaron Play, Ohio Impromptu, Footfalls, Rockbaby, Come and go, Fragmento de teatro 1, Murphy, Sólo acto sin palabras. Un lujo.
Así que para no ser menos, vamos a recordarlos nosotros también. Por ahora empecemos por Beckett, y empecemos por el principio. Samuel Barclay Beckett nació ... y ya tenemos problemas. Como cuenta Jorge Dubatti en un artículo publicado en “Clarín” el 13 de abril, son varias las fechas probables: la de la partida de nacimiento, en la que figura el 13 de mayo; la del registro oficial en el que su padre lo anotó, en la que dice que vino al mundo un 14 de junio, y la que él daba a conocer, que era el 13 de abril (¡oh, sorpresa, Viernes Santo!). Por lo menos todas coinciden en que fue en Dublín, en 1906. Algo es algo. A pesar de que casi siempre mienten, a mí me gusta creerles a los artistas, así que supongamos que fue un Viernes Santo y pensemos con James Knowlson que el relato de Pascua es la concepción de la existencia que Beckett tenía y que por eso eligió esa fecha: la vida como un tránsito atormentado a través de un mundo ominoso.
Beckett concreta este pensamiento llevando a escena una poética nacida en Francia a finales del siglo XIX, que denunció el inicio del derrumbe del edificio positivista: el simbolismo. Este movimiento, padre de todas las vanguardias del siglo XX, estuvo encabezado principalmente por poetas tales como Sthéphane Mallarmé, Charles Baudelaire, Paul Verlaine y Arthur Rimbaud, quienes sostenían que hay realidades más allá de lo que perciben los sentidos y que éstas pueden ser expresadas a través del arte. El misterio es aquello radicalmente otro de nuestro régimen de experiencia, que abre la puerta a mundos posibles alternativos. No es un acertijo que podremos descifrar, sino una esfinge indescifrable. Por eso, sólo a través del arte se puede enunciar metafísicamente el universo. Los que creen ver un renacimiento de la teología en todo esto, no están tan errados (¿Beckett y teología? Tranquilos, ahí vamos). Según Mallarmé, el deber del poeta es la explicación órfica de la tierra, es decir, que el arte se devela como el mensaje de la alteridad. El universo es algo más de lo que podemos contar, pesar y calificar, y no se explica a sí mismo sino a través del arte. ¡Muera el realismo, viva el simbolismo! Es más: el arte es la culminación  de la creación del universo. Según la cultura judeo-cristiana, lo primero de la creación es el verbo que la explicita. Para los griegos, lo único que le faltaba a Zeus, luego de vencer a los Titanes y organizar el Cosmos, era alguien que cantara las hazañas de la creación y por eso nacen las musas. El universo sólo termina cuando puede expresarse artísticamente, y nuestra existencia sólo se justifica por su potencialidad estética.
Esta idea traducida al teatro, tiró por la borda al teatro útil, aquel que puede modificar la realidad representándola en escena. Menos Konstantin Stanislavsky, menos Brecht, más Alfred Jarry. El cuerpo del actor se desterritorializa y se trasforma en un signo en el que se expresa la esencia del universo. Las puestas, cuando no reemplazaban a los actores por marionetas, títeres o sombras chinas, limitaban su parlamento y sus movimientos. Una persona no puede deshacerse de su personalidad, y esto es indispensable si queremos hablar de lo general y no de lo particular (Ahora Beckett suena un poco más, ¿no?). El teatro no es ancilar, se basta a sí mismo y su lenguaje es autosuficiente. Los signos SON la esencia de lo real.
Hubo grandes precursores de esta poética. Basta recordar a Maurice Maeterlink o Jarry en dramaturgia,  Aurélien Lugné- Poe o Gordon Craig en puesta y dirección, pero sin dudas el mayor representante es Beckett. Si bien la representación del misterio la tenemos en la ya clásica Esperando a Godot, es en su última etapa de producción, la más hermética, cuando concreta la destotalización de la obra, cuando perdemos toda referencia espacial y temporal y cuando el hombre finalmente desaparece. La lógica racional no nos es útil para Ohio, Impromptus, Aliento e incluso para Los días felices. Una obra que dura 15 segundos, una obra donde a la protagonista la va devorando un montículo, una obra donde un narrador cuenta una historia a un doble, no pueden explicarse con el clásico “Resulta que hay un tipo al que ...”. Y aunque sólo sea por eso, Beckett es un grande. Su nihilismo acompaña, al igual que a los simbolistas decimonónicos, esta visión del mundo. Un mundo atravesado por dos guerras mundiales, holocaustos, guerras civiles, violencia. Y en el medio el hombre, conciente de sí mismo y de su ser para la muerte. La terrible vida privada de Beckett se la dejo a sus biógrafos, y su concepción del mundo se la dejo a Friederich Nietzsche: “Una vieja leyenda cuenta que durante mucho tiempo el rey Midas había intentado cazar en el bosque al sabio Sileno, acompañante de Dioniso, sin poder cogerlo. Cuando por fin cayó en sus manos, el rey pregunta qué es lo mejor y lo preferible para el hombre. Rígido e inmóvil calla el demón; hasta que, forzado por el rey, acaba prorrumpiendo en estas palabras, en medio de una risa estridente: ‘Estirpe miserable de un día, hijos del azar y de la fatiga, ¿por qué me fuerzas a decirte lo que para ti sería muy ventajoso no oír? Lo mejor de todo es totalmente inalcanzable para ti: no haber nacido, no ser, ser nada. Y lo mejor en segundo lugar es para ti  morir pronto’ ” (El nacimiento de la tragedia).