Miércoles, 25 de Julio de 2001
Rojo Sangre
Sólo la luz de las velas ilumina el rostro de la mujer, que nos habla desde adentro de un ropero. El maquillaje resalta los rasgos femeninos: los pómulos, la boca roja –como su vestido–, los ojos delineados con un profundo negro. Desde el ropero, que parece un santuario, la mujer expone su soledad. El espectador acompaña en peregrinación a la mujer que, según cambia de espacio, va ingresando en un estado más desquiciado.
La falta de compañía parece hacerla entrar en la locura, y es en ese terreno donde se justifica la obra. El texto y el comportamiento de la protagonista van dejando al descubierto un accionar poco cotidiano.
Podemos encontrar dos ejes a través de los cuales se desarrolla el espectáculo. El primero tiene que ver con el efecto, el impacto visual que se quiere provocar en el observador, el cual se logra con el uso del espacio, la luz y una actuación exacerbada. El otro sería la historia narrada por la mujer, que a medida que avanza el relato acrecienta su locura y desdobla su personalidad (habla y se pega censurando lo que ella misma dice).
Con respecto a la actuación, el efecto y el impacto visual se producen debido a la energía que maneja la actriz, que permanece en tensión constante. Sus ojos se van enrojeciendo por el maquillaje que se corre y las luces que le pegan directo a la cara. La actriz expone su cuerpo y lo violenta dentro de un ascensor, caminando de rodillas por un piso de cemento nada liso, comiendo piedras, desnudándose con el frío que hace en ese sector de la fábrica. Sin embargo, en el momento en que la actriz se mete en una bañadera, vemos que el agua está caliente. En este punto parecería que el juego macabro que pretende la obra, que gira constantemente en torno al riego físico, se desvanece.
Así, el juego se vuelve sadomasoquista y fetichista, en busca del dolor placentero. Pero la única que interviene en ese juego es la protagonista, ya que los espectadores sólo observan el placer que se provee la muchacha. Somos voyeurs obligados hasta el final, en el que se nos invita a ver una exposición de fotos.
Por otro lado tenemos un espacio no teatral como el de La Fabrica –un espacio interesante, por cierto– que en este caso es utilizado de forma arbitraria. Es decir, no se genera una exploración dramática del espacio, exceptuando algunos momentos dentro del ascensor, cuando parece que algo diferente va a pasar, situación que es abortada para pasar a otro sector. Se produce de esta manera un simple recorrido por lugares de la fábrica que, más allá de la propuesta fragmentada, no logra construir un sistema propio en el cual las partes sean algo más que su suma.
La soledad interior de la mujer se entrecruza con la soledad escénica y produce una soledad comunicativa. Tal vez de eso se trate, de la imposibilidad de comunicar.
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