¿Quién habla? ¿Es la voz de los niños? ¿Es éste un juego de niños? ¿De adultos que juegan a ser niños? ¿O todo eso a la vez?
Manifiesto de niños, el espectáculo de El Periférico de Objetos codirigido por Daniel Veronese, Ana Alvarado y Emilio García Wehbi se presentó por primera vez en mayo de 2005, en el Kunsten Festival des Arts, de Bruselas y acaba de estrenarse en Buenos Aires en la Ciudad Konex.
Entrar es toparse de inmediato con un espacio que habla. Estar en el lugar, vivir ese sitio, es uno de los ejes de este espectáculo. Si el espacio es como un cuerpo, aquí no solamente habla por su boca, sino que también lo hace a través de sus brazos, su ombligo y, fundamentalmente, sus ojos. Ojos, sí. Ojos de cámaras son lo que abunda y sobresatura deliberadamente. Todo lo que allí sucede está mediado por cámaras que recortan partes de un todo. Imposible ver ese todo. Hay que rodear, caminar los alrededores del espacio central, un cubículo en el que, efectivamente, ocurre el hecho, un extraño y siniestro juego, y mirar las múltiples y cambiantes imágenes que en sus paredes externas se proyectan, imágenes que nos traen varios puntos de vista respecto de aquello que, vemos, sucede adentro del recinto. Imágenes tales como la de una cara que denuncia cien muertes atroces de niños, o como la de un niño-adulto que se entretiene dibujando un espacio cercado al que, lentamente, llena de cien muñequitos rígidos (los chicos muertos), o como la que se muestra en una pantalla difusa que, ligeramente fuera de foco, exhibe un plano general bastante borroso y sin tanto detalle. También sobre esas paredes hay proyecciones que aluden al universo del maltrato a la niñez, sin narrar el hecho central. En ellas se ven, por ejemplo, fotos viejas de chicos retratados, videos de pibes pensativos, tristes algunos, dibujos (más bien animaciones) que remiten a otro tiempo histórico (no queda muy claro cuál), con escenas sumamente crueles. Mucho, muchísimo. Hay poemas, otros textos y más.
Todo está mediatizado. Incluso para ver lo que pasa adentro del rectángulo central, hay que mirar a través de un vidrio. La carne en vivo no se ve, la respiración en vivo no se escucha, más que por los micrófonos. ¿Es una jaula?
La realidad que llega por la vía de las cámaras, se sabe, es una sumatoria de recortes, una construcción. ¿Qué vemos? ¿Cómo romper la indiferencia, ante tamaña fragmentación y distancia de la cosa? He ahí uno de los puntos de tensión de Manifiesto de niños, porque, si producir una obra de arte es generar una mirada extrañada (y en este caso periférica) sobre algo que en el mundo aparece naturalizado, por ende es invisible y está adormecido ante los ojos la mayoría, este espectáculo, a fuerza de valerse a rajatabla de un procedimiento que produce distanciamiento, se convierte, en muchos momentos, en una acumulación de elementos, que si bien intenta generar una percepción nueva de esta realidad que sacuda la indiferencia, más bien produce un efecto de frialdad en el espectador, por la forma que elige para contar. Sí. Es cierto: estas cámaras tienen una mirada distinta. Ponen el ojo en aquello que el mundo mediatizado-globalizado no lo pone. Siempre presente en El Periférico está esa lupa que se posa sobre lo terrorífico que existe en aquello que es familiar (lo macabro de los muñecos a cuerda, por ejemplo, cuando son vistos de cerca). Sin embargo, la mediación de tanta cámara, la luz muy clara en el interior del cuarto, la preponderancia del blanco y negro, alejan lo descarnado. El procedimiento se come, en parte, la mirada extrañada. En parte, decimos, porque hay algunos momentos en los que esto no sucede. Es el caso, entre otros, de la escena en la que, ante la cámara, se monta una suerte de retablo en primer plano, en el que un muñeco bebé es maltratado hasta el abuso por un humano, su manipulador, que usa una máscara pavorosa.
Tal vez lo más adecuado para describir la dramaturgia, si es que hay tal cosa en una instalación teatral de estas características, sea decir que ésta parece regirse por la arbitrariedad de la lógica del juego de tres niños (nunca olvidar que son niños con cuerpo de adultos, lo cual amerita y recuerda permanentemente la pregunta inicial acerca de quién habla en este espectáculo), que adentro de la habitación pasan por momentos de vértigo y tensión, y por otros que los detienen tanto tiempo en una acción (la de mirarse a través de cámaras que ellos manejan, por ejemplo, y enfocar, también, uno a uno, gran cantidad de muñecos a cuerda), que para el espectador resultan agotadores.
No sólo la muerte aflora. Muchos otros temas referentes a la opresión sobre la niñez se suceden a lo largo del espectáculo: el sometimiento al absurdo mundo de los adultos, la manipulación, el castigo, la necesidad de moldear a aquel que crece y otros más. Los niños (adultos-niños), de alguna manera, claman por su liberación.
La actuación está armada sobre la base de la complicidad del juego compartido y sobre la omnipresencia de las cámaras. Con más o menos identificación, todos los personajes se saben enfocados por la cámara y actúan para ella. Se saben mirados. Se trata de un juego en el que hay libertad de jugar, pero, al mismo tiempo, prisión. En este sentido la actuación es eficaz. Se maneja fluidamente dentro del código del mundo de ficción creado.
Manifiesto de niños es un espectáculo inteligente en su concepción. La pregunta es, si el procedimiento elegido, no copa tanto el primer plano, que deja un poco relegada la mirada periférica, esa que siempre genera un sacudón.