Marcelo vuelve al pueblo donde nació, luego de haber huido de allí hace ocho años. No vuelve por decisión propia, un compromiso laboral lo obliga a tomar un micro que lo lleve de regreso. Él quisiera ir, cumplir con su trabajo y volver a la vida de siempre como si nada hubiera pasado; quisiera hacer de cuenta que nunca estuvo allí, o fingir que ese pueblo es cualquier otro pueblo.
Pero eso no es posible porque ni bien él baja del micro se da cuenta de que en ese lugar late parte de su vida. Allí está su casa, la bicicletería de su padre, la plaza del pueblo que lo despidió al partir. Allí está su hermano, un niño de casi cuarenta años a quien todavía extraña. Allí está su padre, un hombre duro al que todavía teme. Y allí está vívido y real el fantasma de su madre muerta, con sus caricias, sus canciones y su risa clandestina; una madre más presente en esa familia que cualquiera de sus integrantes vivos.
Marcelo entonces no podrá salir de ese pueblo indemne. Porque al volver sentirá otra vez en carne viva las heridas que lo hicieron partir, para lastimarlas una vez más o para curarlas definitivamente.
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