Las vanguardias de principios del siglo XX rompieron no sólo con la paciencia de críticos y académicos, sino, principalmente, con la barrera que diferencia a las artes entre sí.
Desde que Marcel Duchamp presentó un mingitorio como escultura en un museo (La fuente, según él), allá por 1917, las cosas empezaron a extrañarse. Los críticos y académicos quedaron desconcertados; calificaron la obra como un atentado al arte y proclamaron desde el podio el linchamiento del autor. Fue ese gesto dadaísta de Duchamp el que inauguró el modernismo, y permitió no sólo al arte explorar y llevar a límites insospechados sus propios materiales, sino también fusionarse y apropiarse de materiales de otras artes. A mediados del siglo XX eso se convertirá en hapennings y performances. Hoy, quién sabe.
La música y la plástica descubrieron que la teatralidad les servía como propuesta estética y allí fueron. Cómo pensar el obelisco de pan dulce de Marta Minujin en la que el público terminaba la obra comiéndosela, o su proyecto de colchones, sin hablar de teatralidad.
Ileana Dieguez Caballero (investigadora cubana radicada en la Universidad Nacional Autónoma de México) en su interesantísimo libro Espacios liminales, retoma la teoría antropológica de Víctor Turner, quien denomina lo liminal como situaciones de caos potencial, como experiencia que regenera a partir de una inversión de status. Estas situaciones posibilitan la fundación de comunitas, es decir, de un espacio otro, de una comunidad posible distinta de la existente.
El borramiento de los límites entre las artes permite no sólo fundar una comunidad artística diferente, sino que, además, este acto estético está inevitablemente cargado de un sentido ético que lo desborda. Crear una nueva realidad (un nuevo tipo de arte, por ejemplo) implica no sólo criticar lo existente, sino demostrar que aquello es una construcción humana y por lo tanto puede ser modificada. No está dada de una vez y para siempre; lo único que sucede es que ya nos acostumbramos a que sea así y nos parece natural. ¿Quién dijo que en un museo hay que hablar en voz baja, que un concierto es sólo para oír o que al teatro se va a ver y no a hacer? Lo político, en el sentido de la creación de un nuevo espacio con nuevas reglas para la relación entre las personas, se hace presente, ya sea explícito en el discurso o en la relación que establece entre el hombre y el arte.
Sin toda esta larga introducción, la verdad es que no podría ni empezar a hablar sobre lo que vi en Domus Artis el 20/05/07. Fui con mi ahijada de 7 años que a la salida me dijo “Entendí todo menos lo último” (sic). Tal vez debería pedirle a ella que escribiera.
Teóricamente era un concierto de música contemporánea. Teóricamente. Un espectáculo sin título, pero anunciado como Concierto de Música para piano, motores livianos, placas metálicas, piedras, motores giratorios, taladros pequeños, resortes e instrumental propio, sin CD que presentara, con sólo tres fechas (13, 20 y 27 de mayo) en una salita que alberga como máximo a 40 personas. Temas compuestos por Federico Zypce con luthería propia, interpretados por él y por Adriana de los Santos.
Para que vean el problema al que nos enfrentamos, ahí va el listado de temas con los instrumentos correspondientes: 1- Cenestesia (para piano preparado y parlanteo en caja armónica); 2- La Plusvalía (para 6 motores livianos y cinta); 3- La distribución de la riqueza (para piano, instrumental propio y objetos); 4- Piquetero! (para placas metálicas, piedras, motor giratorio, cinta, metrónomo aguja, luces y dos taladros); 5- Ni impuestos ni nada (para piano, instrumental propio y sierra sin fin).
Nos vamos entendiendo, ¿no?
No me alcanzarían doscientas páginas para contar todo lo que pasó en menos de 50 minutos, sobre todo porque no sabría qué palabras usar. Reduciendo entonces mi intención inicial voy a hacer referencia a dos temas. En La Plusvalía los músicos / actores no tiene ante sí una partitura, sino un parlante. Cada uno debe ejecutar tres motores, apretando un botón por cada uno: 1,2 y 3 de los Santos; 4, 5 y 6 Zypce. El orden y la frecuencia la da una voz (procesada, por su puesto), que sale de los parlantes. Esta especie de Gran Hermano orwelliano, que George Orwell describe en su tremenda novela 1984 (para que no se confunda con el desagradable GH de Telefé, opuesto ideológicamente), de kapo, tal la manera con la que designaban en el lenguaje cotidiano a los capataces de los campos de concentración nazis, los obliga a una atención y sometimiento total. Por momentos los hace tocar los seis motores a la vez, por lo que deben usar la cabeza, ya que dos manos no alcanzan. Les ordena cambiar de motores. Marca los tiempos, pide velocidad. Pareciera que simplemente los obliga a hacer actos inútiles para mantenerlos ocupados. Y los músicos no sólo tocan, sino que actúan. Muestran su desconcierto ante las órdenes, su compunción ante un error. Casi casi se transforman en dos motores más.
Piqueteros!, por otro lado, empieza con un solo de luces. Distribuidas en el piso o engarzadas en un Wincofón, desarrollan una secuencia aleatoria, que funciona como prólogo del tema. Al lado de esta performance, Gordon Craig es un poroto y Bob Wilson queda como un tipo al que le gusta prender lucecitas de colores.
Este concierto no es sólo increíble a nivel musical (aspecto que yo no pienso analizar acá), sino que además no se entiende sin el despliegue teatral. Zypce y De los Santos no sólo están tocando instrumentos, sino construyendo personajes para poder interpretarlos. Con la cantidad de ensayos que tienen encima, por ejemplo, no puede suponerse que la voz que los guía en La Plusvalía los tome por sorpresa. Por eso creo que sería un gran problema tratar de escuchar el CD sin tener en la retina el espectáculo. Salvando las distancia estética e ideológica, etc, sucede lo mismo que con Les Luthiers: musicalmente vale, pero el proyecto queda trunco si sólo conocemos la música.
“Entendí todo menos lo último”, me dijo mi ahijada. ¡Qué curioso! Una persona de 7 años usando la palabra “entendí”, pero no para referirse a un argumento o una fábula. ¿Qué es entonces lo que se entiende en espectáculos como éste? Se entiende que fundan una nueva comunidad (artística / social) con leyes propias, se entiende que plantean otro concepto con respecto a la música, se entiende que necesitan de un espectador que deje a un costado la manera en que habitualmente se maneja con el mundo y con la relación que el mundo le impone con el arte. Se entiende que lo que hay que cambiar (si queremos cambiar algo) no es sólo la cosa en sí, sino la relación que tenemos con esa cosa.
Pero entonces los que vi ¿fue teatro o fue un concierto? ¿Es lícito plantear esta diferencia? Problemas, eso es lo que genera. Por suerte. A veces está bueno quedarse desconcertado, porque ayuda a poner en funcionamiento las neuronas.