Muchas veces una obra, además de entregar al espectador un conjunto de experiencias estéticas que requieren movilizar varios sentidos para ser percibidas, sumadas a otro grupo de experiencias emocionales que, con intención o no del autor, se despliegan frente y dentro del receptor, también abre otras pautas de reflexión, por ejemplo sobre el contexto de creación y sobre su contemporaneidad. Es decir, muchas veces la obra se hace eco de acontecimientos que la trascienden, que abarcan al autor, ya como ente social, acontecimientos que alcanzan indefectiblemente al espectador como su coetáneo.
Es el caso de la performance de Juan Carlos Rivera que, dicho sea de paso, calificaremos como tal, (como performance), por poseer muchas de las características que se le atribuyen al género -con lo complicado que es aun hoy definir la performance como género artístico-. Nos referimos a que, a pesar de que su creador insista en hablar de "obra de danza", se trata de una pieza que cruza la danza, el teatro y hasta la poesía, con una clara intención autobiográfica, autorreferente, despojada de representación, pero llena de simbología, que la liga a su historia personal y a la de su pertenencia nacional.
Pero volviendo a aquellas preguntas que la pieza deja en el espectador como individuo perteneciente a una sociedad, en un tiempo compartido con el autor, debemos, primero, comentar los motivos que nos hacen afirmarlo: Rivera es boliviano, es un autoexiliado económico (como se definió), un joven profesional de La Paz -una de las zonas ricas de Bolivia- que ha viajado mucho, pero que ahora se halla con un trabajo estable en Buenos Aires e inserto en la sociedad porteña, gracias a diferentes grupos de pertenencia, también en relación a su quehacer como coreógrafo. Actualmente cursa un posgrado en elInstituto Universitario Nacional de Arte, Departamento de Artes del Movimiento.
En su pieza, como dijimos intencionalmente autorreferencial, habla del amor a su tierra y de la nostalgia que provoca la distancia. Pero a la vez, nos implica como latinoamericanos, como vecinos regionales, como país receptor de la enorme migración boliviana y, más profundamente, nos increpa sobre nuestra coherencia como argentinos, sobre nuestra ignorancia o esa tendencia a mirarnos el ombligo, y sobre la relación que tenemos con la pobreza y la injusticia (claro está: primero, las propias, las que nos rozan en la calle).
Con un texto propio, inspirado en el hombre como medida de todas las cosas -frase acuñada primeramente por el sofista Protágoras y retomada por su admirador, el renacentista italiano Francesco Petrarca-, piensa y comparte su particular forma de mirar alrededor (como ingeniero civil, su profesión, además de performer) sobre el tamaño que ocupa en el espacio y en el tiempo su cuerpo, su país, su mundo privado. Se maneja con muy pocos elementos más, que están disociados hasta el momento final de la performance cuando los junta y se atreve a agrandar la perspectiva de la sala: dos sillas (una pequeña y una grande); un escueto cuadrado delimitado en negro en el piso -todo está forrado de blanco- donde se moverá apenas; allí también, fotos proyectadas que muestran sus recuerdos, sus símbolos; un off conmovedor con voces de coterráneos y una versión roquera del himno boliviano. Muy ascético, simple, casi tímido para contener tanto deseo.
Tal vez el horario no es atractivo (está programado los domingos a las 21). Sin embargo, es una buena manera de terminar el fin de semana. Les recomendamos darse una vuelta, antes de ir al teatro, por la página web de la comunidad boliviana en nuestro país. Se sorprenderán: http://www.comunidadboliviana.com.ar