Viernes, 02 de Enero de 2015
Viernes, 18 de Abril de 2008

Una playa en el desierto

Por María Natacha Koss | Espectáculo Bristol

La Bristol, arquetípico balneario marplatense, se transforma en Bristol, cuando volvemos de las vacaciones.

Desde hace ya unos quince o veinte años, algunos dramaturgos porteños asumieron que, si querían ver estrenados sus espectáculos, no les quedaba más alternativa que dirigirlos y, muchas veces, actuarlos ellos mismos. Esto representó un quiebre para las modalidades de trabajo anteriores, y trajo un aire fresco a la escena teatral. Muy pronto la producción hegemónica de la nueva dramaturgia pasó de la escritura solitaria de una persona en el escritorio de su casa, a una escritura colectiva a partir de los ensayos e improvisaciones del elenco. Esto es lo que llamamos el paso de una escritura de gabinete, a una escritura sobre el cuerpo poético de los actores.
Hasta acá todo marchaba bien. Pero de un tiempo a esta parte, esta modalidad se cristalizó, trayendo como consecuencia algunos vicios, entre los cuales figura el hecho de que, en la escena off, pareciera ser que la opción de crear la obra a partir del trabajo de los actores mutó en un imperativo categórico. Y como los actores y directores tienen, más o menos, la misma formación, son, más o menos, de la misma franja etaria, cuentan con, más o menos, los mismos fondos para costear la producción, se ven, más o menos, condicionados por las mismas determinaciones de la sala (espacio físico, duración de las obras, planta de luces, etc.), las obras resultan ser, más o menos, todas iguales.
Bristol, lamentablemente, no escapa a esta regla.
Dirigida correctamente por Juan Coulasso, cuenta de manera fragmentaria la historia de dos familias unidas por un suceso en común: el abandono de los hijos por parte del padre. La fábula se refuerza por la historia del pingüino imperial, que el personaje de Lula, la hermana boba, cuenta muy performáticamente tres o cuatro veces: la hembra pone el huevo y se va, el macho se encarga de darle calor y cuidarlo hasta que nace. Una vez que la cría sabe alimentarse sola, sus progenitores lo abandonan.
La otra familia también tiene su hermano bobo, Wilson, que una y otra vez repite un mismo discurso en distintos idiomas, solicitando al padre que vuelva a casa.
Como es de suponer, ambas historias se van entrelazando a medida que el relato avanza, unidas principalmente por un personaje en común: la misteriosa rubia de tapado rojo, que transita entre ambas fábulas.
El recuerdo de los hijos, o más bien la inconsistencia y las diferencias entre el recuerdo de cada uno con respecto a la figura del padre, van a dar la pauta de la estética general de la puesta (la escena final es la construcción del padre a partir de retazos de tela). En resumen, las metáforas se cristalizan en tres recursos morfo-temáticos (es decir, de forma y de contenido) que son: padre ausente, construcción fragmentaria del pasado y del relato, personaje misterioso que transita por la historia.
No podía estar ausente en la construcción dramatúrgica el intertexto, por lo que hay multiplicidad de referencias que van desde Cenicienta hasta Casablanca.
Coherentemente, la puesta en escena comienza con una alternancia en la cual, mientras una familia desarrolla la acción, la otra no sale de escena sino que permanece estática y en las sombras. Progresivamente, estas dos escenas iniciales se ven fragmentadas hasta que, finalmente, tenemos cinco escenas simultáneas que pasan a primer o segundo plano según lo determine la iluminación, diseñada por Akira Patiño.
La puesta es correcta. La música en escena ejecutada por Matías Coulasso contribuye a la ambientación y al desarrollo de la trama. Las actuaciones de Luis Berenblum, Ignacio Díaz, Alejandra Marimón, Javier Mele, Agustín Quiroga, Anahí Ribeiro, Mariano Saba, Yasmin Sapollnik no son parejas, pero están bien dirigidas por lo que se crea cierta homogenización poética. Pero finalmente nos vamos con una sensación de déjà vu, de que esto ya lo vimos en otra parte.
Desde hace un tiempo algunas colegas de Alternativa y yo, venimos insistiendo en la crisis que hoy afronta la escena porteña, en primer lugar por las condiciones de producción. Pero es tiempo de que asumamos que esas condiciones también pauperizan las producciones artísticas de los elencos.
Estoy segura de que lo que acabo de escribir para Bristol, me puede servir para muchas de las obras que hoy están en cartel. Y es una lástima, porque se nota el tremendo esfuerzo del elenco, la seriedad con la que trabajó.
Frecuentemente una cree que tiene muchas cosas para decir, pero el resultado es la caída en los mismos lugares comunes de siempre. Tal vez la experimentación hoy en día debería pasar por volver a trabajar con textos teatrales, pero no en nuevas versiones o en nuevos inventos, sino tal y como fueron escritos. Claro que eso acarrea serios problemas que van, desde cómo decir el texto (las escuelas de actores hegemónicas trabajan al cuerpo en detrimento de la voz), hasta en qué sala hacer la puesta (es muy difícil que en una sala se acepte cualquier proyecto de más de una hora y media, o de una escenografía compleja, porque eso implica que no puede poner dos funciones en un día).
Para aclarar cualquier mal entendido posible, reitero: el trabajo del equipo de Bristol es serio; lo que se discute no son las intenciones, sino el producto final. Y esto lo dice alguien que, a pesar de ver cada vez más teatro, se encuentra una y otra vez con más de lo mismo.

Publicado en: Críticas

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