Todos los jueves a las 21, Daniel Bonfanti, Javier Gómez, Daniel Mancuso, Gabriela Murúa, Miguel Angel Polizzi y Analía Yáñez, dirigidos por Lizzie Gaspar, ponen en escena Relojero, un clásico de Discépolo.
Una vez hace mucho tiempo, revolviendo en una librería de usados, encontré una edición del año ’58 de tres grotescos criollos de Armando Discépolo: Mateo, Stéfano y Relojero. Cuál habrá sido mi sorpresa, cuando al leer la primera hoja encuentro una dedicación para un tal Serafín Bermúdez, de puño y letra de don Armando. Fetichista como soy, el libro pasó a formar parte de mi colección, por la módica suma de tres pesos. Esa fue la primera vez que leí Relojero y, a pesar de que coincido con Griselda Gambaro en que él es un “autor necesario”, esta obra es ... cómo decirlo... un martes 13 en el calendario Discépolo. Ya en su época (1934) tuvo escasa repercusión y la poca que tuvo fue mala. No es para menos. Cansado de ser considerado un vil “sainetero” popular y aspirando a formar parte del “gran teatro”, Discépolo abandonó poco a poco a sus personajes inmigrantes que hablan en cocoliche, dejó las obras cortas y la risa. Terrible error. El grotesco necesita invariablemente de la risa y el llanto mezclados. Si dejamos sólo el llanto, le sacamos el cocoliche, le sacamos lo breve y le agregamos largos parlamentos aleccionadores y moralistas, nos queda Relojero. Veamos de qué se trata.
Daniel es un relojero de profesión que junto a Irene tiene tres hijos: Andrés (30) que le gusta empinar el codo e intenta seguir la profesión del padre, Lito (24) estudiante de medicina y Nené (19) que toca el piano. El gran conflicto es que Lito, citando a su profesor Fumagalli, propone una nueva visión del mundo, moderna, que Daniel no entiende pero finalmente acepta. Un relojero que no comprende los tiempos que corren... No sé si me entiende la metáfora. Los antiguos valores ya no corren, la vieja moral quedó en el pasado. Pero como el mundo fue bueno y será una porquería, esta nueva moral hace que Andrés se convierta en estafador, Nené en una mujer sin honra (vive un romance en pecado de “dos inviernos y una primavera”) y en el mismo plano e igualmente grave, Lito mate a un chico de 12 años (sin estar recibido y sin supervisión, decide hacer una traqueotomía pero termina cortando una aorta). A todo esto Bautista, el hermano bobo de Daniel que siempre lo siguió en todo, lo sigue, también, ahora cuesta abajo en su rodada y terminan también él y su familia deshonrados. Evidentemente Discépolo habla por boca de Daniel cuando dice no entender los nuevos tiempos y cuando se queja por la “gente que se murió sin recibir nada”. Los dos condenan los cambios en el mundo (entre ellos la liberación femenina, apelando a unos discursos machistas recalcitrantes que sólo pueden resultar pasables, si se piensa que fueron escritos en la década del ‘30) y ninguno de los dos se siente reconocido por sus contemporáneos. Así las cosas. De sólo pensarlo, la obra huele a viejo.
Teniendo en cuenta que los directores contemporáneos suelen rescribir las obras, confío en que Lizzie Gaspar va a reconsiderar la propuesta de don Armando. Pero me asalta una leve sospecha cuando llego al teatro y me encuentro con versiones instrumentales de tangos sonando en los parlantes, y una escenografía realista en escena (el banco de relojero, la mesa y una cama). Mis sospechas se confirman: Gaspar se propone ser fiel a Discépolo y no le saca ni una coma. La obra dura dos horas. Se suceden los soliloquios en los que parece que nos están aleccionando desde un pedestal, casi sin escenas de transición, lo que provoca que los personajes no tengan evolución en sus emociones. Los actores tartamudean, hiperventilan, es decir, respiran como si estuvieran agitados, e intentan usar el aire para darle énfasis a alguna frase, pero esto queda sobreactuado, y cuando una discusión comienza (es decir, cuando una escena comienza), están todos tan furiosos al final como al principio. El único aire lo aporta Bautista, que resulta ser, además, la mejor actuación de la noche.
Según Italo Calvino, los clásicos son clásicos por dos causas: o porque forman parte de un corpus que define a una cultura, o porque siguen dando respuestas a preguntas que nos hacemos. Evidentemente si Relojero es un clásico, es sólo porque se trata de la última obra escrita por Discépolo. Y por lo general, la mejor manera de respetar un clásico, es transgrediéndolo.