Viernes, 12 de Diciembre de 2003
El movimiento continuo
Hubo un tiempo en que el ser humano llegó a confiar tanto en sus logros, que pensó que el mundo funcionaría solo. Que las piezas de ese engranaje, que era su sociedad y su cultura, estaban tan ajustadas, que al esfuerzo y sacrificio de tantos años por lograr el movimiento inicial, le seguirían tiempos de perpetuo bienestar aunque de continuo perfeccionamiento. Llámese progreso, ciencia o liberalismo, hubo un tiempo en que el hombre estaba orgulloso y seguro de sus posibilidades de alcanzar más y más dicha, con sólo continuar por el camino ya trazado.
El movimiento continuo fue una de las formas que adoptó esta esperanza. Llegaría pronto el momento en que se descubriría de qué manera, la Máquina, bastión de la nueva era, funcionaría sola, en un perpetuo movimiento generado por la disposición interna de sus elementos y sin necesidad de combustibles o acción externa.
Armando Discépolo, De Rosa y Folco captaron esta ilusión de sus contemporáneos y escribieron este sainete, en el que un grupo de inmigrantes fatigados por el trabajo caen en la locura colectiva de creer en las maquinaciones de Don Andrés y el Noy Astrada, en un movimiento de autoconvencimiento retroalimentado por las esperanzas de todos estos desesperados.
Acerca de la discusión sobre si El Movimiento Continuo es o no un grotesco, sólo diremos que, si consideramos al grotesco como la fusión entre lo cómico y lo patético, la convergencia en un mismo elemento de la posibilidad de provocar risa y llanto, esta obra no responde a esa característica, dado que lo cómico es lo preponderante. Quizá el hecho de que lograr este efecto es tan difícil y de que tantas pocas obras lo consigan, lleva a la caracterización ambigua o a la polémica acerca de qué es un grotesco, si es que eso existe. Puede decirse que sí y que el propio Armando Discépolo lo ha demostrado en Stéfano y El Organito, por ejemplo.
Más allá de esta disputa, es loable que un teatro se plantee el objetivo de interpretar a algunos de nuestros mejores dramaturgos en el marco de un ciclo que intenta rescatar y mostrar estas obras, que, mas allá del género o subgénero al que pertenecen, merecen no caer en el olvido, por su calidad misma y por su importancia para nuestro teatro.
Es destacable también que el director haya sabido ver en el texto y conservar en la puesta en escena, el tono de comedia, sin caer en un homenaje vetusto o en la búsqueda de profundizar en sus contenidos. Optó por respetar el texto casi en su totalidad (aunque sacó una que otra escena) y se abocó a dar vida a estos personajes que, al espectador que frecuenta el off Corrientes, le resultan cada vez más ajenos. Para ello es fundamental el trabajo con los actores, en el intento por recuperar un estilo de actuación que dista mucho de ser realista.
Esto es claramente observable en lo que respecta al trabajo con uno de los elementos clave de este tipo de obras: los diferentes acentos de los inmigrantes. Si hoy en día ya no es frecuente tener a mano al abuelo gallego o la “nonna” para acostumbrarnos a la sonoridad de su dificultoso castellano (de lo que son prueba los acentos inverosímiles e imposibles de identificar que se escuchan comúnmente), no es porque un buen actor no necesite utilizar el oído o la práctica, sino que algunos lo han perdido. Uno de los mayores méritos de la puesta es haber investigado y respetado la correcta pronunciación de cada acento, la cual los actores no pierden casi nunca. Más allá de este elemento, las actuaciones son correctas y el elenco es homogéneo, destacándose Doña Pepa y el Noy Astrada. La escenografía resuelve acertadamente el espacio y el vestuario se ajusta a la época.
Quizá, como sus personajes, esta puesta no haya descubierto el Movimiento Continuo, pero se ha acercado bastante.
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