Jueves, 14 de Septiembre de 2000
El artificio de prescindir de todo artificio
Este juego de palabras, que parece neutralizarse a sí mismo, fue el disparador para Faros de Color. Esta obra de Javier Daulte, dirigida por él y Gabriela Izcovich (también actúa junto a Héctor Díaz y María Onetto), es el resultado de un proceso de trabajo que buscaba una teatralidad específica donde lo actoral ocupara un lugar privilegiado.
Cabe, en este caso, preguntarse por el “artificio”. ¿El teatro lo es? Sí. Entonces, ¿qué sentido tiene prescindir de él? ¿Será que el propio artificio se ha ocultado en el “artificio”? Es para pensar.
Estos creadores decidieron trabajar en un espacio escénico literalmente “pelado” e iluminado a pleno. La escena así despojada muestra el artificio (paradójicamente o no, a menos artificio, mas artificio). La escasez de elementos exponen y desafían al actor en su tarea. No hay escenografía, ni efectos lumínicos que lo ayuden. Vacío, nada, pero todo por ser llenado, con gestos, con reacciones, en el diálogo con el otro, consigo mismo. De esta forma los actores se vuelven los únicos responsables de construir este universo del que participamos como observadores. A través de ellos logramos ver la cocina de la casa, imaginar al perro o percibir el mar. Pero no se comprende porque los actores deben hacer un excesivo ruido cuando suben y bajan las escaleras. Estos ruidos lejos de ayudar a la ficción/realidad terminan por molestar.
En cuanto a la historia, que roza el absurdo, narra la declinación de un matrimonio, la interferencia de la mejor amiga de la esposa y el asesinato del marido de aquella. Quizá sea solo una excusa para esta indagación teatral que se centra en el actor. En las actuaciones se destacan las de María Onetto que nos hace ingresar claramente en el universo de su personaje y mas allá de que parezca absurdo o no lo que pueda hacer o decir nunca pierde compromiso y “verdad”. También Héctor Díaz logra un desempeño correcto en el o los papeles que le toca (hace dos personajes con idéntica fisonomía). Solo Gabriela Izcovich parece tocar siempre la misma nota, matizando los textos con una cadencia monocorde sin permitirle a su personaje que se transforme durante el desarrollo de los acontecimientos.
Con esta propuesta queda demostrado que el actor es el productor y portador de la teatralidad en el teatro, el resto de los accesorios pueden no estar sin que ella se vea modificada profundamente. Pero aquí, a diferencia de otros espectáculos la teatralidad es develada como tal. A lo largo de la obra distintos recursos como algunas frases de los actores: -Me distraje, - ¿Estoy bien acá en la luz?, la proximidad con los espectadores (hasta tocarlos) o desplazarse entre el público, tienen como objetivo salir de ese espacio virtual de lo “otro” que crea la teatralidad. Y si es la teatralidad, la ubicación del sujeto en relación al mundo y en relación con su imaginario, entonces, ¿qué nos proponen los actores, en este caso, al estar constantemente mostrando el mecanismo de construcción, saltando del personaje al actor y del actor al personaje? Evidentemente, lo que se busca es poner en escena la alteridad: el actor entre él como yo y él como otro. Y es en el cuerpo del actor donde vemos que se enfrenta este desplazamiento.
Lo que no hay que olvidar es que es indispensable, para que emerja la teatralidad, la mirada “exterior” del observador. Porque ella crea frente a lo que ve un espacio otro cuyas reglas y leyes no son las de lo cotidiano. Si no fuese así eso “otro” que yo miro estaría en mi propio espacio: no habría observador ni observado. Por eso esta propuesta, como dicen sus directores, insta al espectador a construir un universo (incompleto) en su imaginación.
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