Sábado, 21 de Abril de 2001
Un hombre solo en el laberinto
América es una obra extraña, monumental e inconclusa. El mismo autor la definía como la más optimista de sus creaciones. Según mi mirada, Franz Kafka (1883-1924) tenia un raro criterio del optimismo. La esperanza que produce el sueño de la América se desvanece aún antes de comenzar. El joven Karl Rossmann (antes de desembarcar en las promisorias tierras americanas) pierde su paraguas, y su baúl que queda en las manos oportunistas de un desconocido. Estas pérdidas precipita a nuestro héroe al más absurdo infierno cotidiano.
La directora Cristina Armada fue hábil al tomar lo laberíntico de la obra de Kafka como un símbolo de la dominación política. La manipulación del hombre, la utilización del hombre por parte de los organismos del estado, el tomar al hombre como un mero objeto, y la alienación que esto trae aparejado, es lo más valioso que denunció Kafka en la totalidad de su obra. El autor checo (al que no pocos consideran el más representativo del siglo XX) plasmó, de una forma inteligente y visceral, su mirada atónita e impotente ante el monstruo nacido de las entrañas de la razón instrumental. Un símbolo dentro de la puesta de cómo el hombre es tomado como un mero objeto, se da en la forma en que los actores manipulan el cuerpo de sus compañeros. Este hecho, premeditado, sistemático y exagerado, resulta altamente significante e intranquilizador. Quien más padece esta angustiante manipulación es el joven Rossmann, pero el resto de los personajes (al igual que todos nosotros) no están exentos. Uno de los momentos más logrado de la obra es cuando el joven Rossmann, devenido ascensorista de un hotel, se encuentra en la intimidad con su amiga. Esta intimidad sexual es sometida a una continua manipulación de parte de los mirones, personajes anónimos y siniestros que todo lo vigilan (y manipulan) desde el trono de las tinieblas.
En el universo visual propuesto por la obra, la luz juega un rol importante que, pese a la escasez de recurso, recrea una sugestiva atmósfera expresionista necesaria para el universo kafkiano. En términos generales, la propuesta es ambiciosa y se resuelve de una forma simple y orgánica. La utilización de cuadros hace que la obra, de característica laberíntica y fragmentada, sea comprensible y eficaz. La puesta en escena es vertiginosa, pero se excede en el tiempo de duración de cada uno los cuadros. Por desgracia este hecho atenta contra la capacidad de atención del espectador. La directora se enamora de los personajes y situaciones construido por Kafka y, por momentos, no toma en cuenta la diferencia entre lo literario y lo teatral.
Con relación a la actuación se puede decir que los actores hacen un gran despliegue escénico que por momentos es más intenso que acertado. La dificultad se plantea en la falta de matices expresivos que por momentos tiñe a todo de un color saturado. La diferencia la marca Darío Macedonio con su interpretación del errático joven Rossmann. Su personaje carga sobre sus espaldas a gran parte del peso de la obra, y expresa, de una forma convincente, la soledad del hombre en este absurdo laberinto. Su modo de actuación creíble y cotidiano lo aleja de las construcciones grotescas del resto del elenco, y hace que su trabajo tenga un valor expresivo que contrasta con el resto.
Esta puesta de América tiene el valor de recrear un texto, de estructura ambiciosa y compleja, que plantea a la ilusión como único refugio ante un mundo hostil. Si bien (como expresa la directora) América nos sacude, nos refleja, y nos acaricia con la posibilidad de un mundo mejor; también nos habla de un absurdo laberinto que desemboca en las arenas ilusorias de un circo. Kafka desarrolla un universo en donde están presentes (de una manera desesperada y contradictoria) estas dos ideas, y no tiene intención de expresar ninguna verdad que pueda ser tomada como rehén del peligroso pensamiento instrumental.
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