“El tipo no se movía. Me di cuenta de que cuando un tipo se estrella así contra una ventana y después vuela por el aire y va a dar contra el suelo desde el tercer piso, no se rompe nada en el momento de chocar contra los vidrios y caer, y chocar contra la vereda; nada como no sea una cáscara vacía. Porque el tipo ya está hecho pedazos desde antes de tirar lo que queda de él, la cáscara vacía”. Cicatrices, Juan José Saer.
La cita es políticamente incorrecta. Pero ha de entenderse la metáfora y no el acontecimiento en sentido estricto. Por otra parte, el título de la bellísima novela de Juan José Saer justifica, en alguna medida, la introducción. Hay en El niño de los pies pintados cicatrices, cáscara vacía y una enorme dificultad para nombrar.
Se comprende pronto que el muchacho está bajo tratamiento en alguna institución. Los signos son mínimos. La propuesta se juega por la economía absoluta, pero alcanza. Un doctor y una doctora lo flanquean. Mejor dicho, “dos médicos”, para no contradecir el insistente discurso del masculino.
El chico en el centro. El juego espacial y, por sobre todo, vocal, dibuja con claridad la distancia. Y sin embargo, a pesar de la distancia, es improbable que se esquive el golpe.
La primera ausencia es la del nombre y la de la edad. Es él pero puede ser otro. El público es invitado a completar con la información que falta, ficcional, por supuesto. Si el paradigma de lo que se testifica son los detalles, el borramiento absoluto de éstos, universaliza y ubica, de por sí, lo que se va a narrar en un lugar extraño.
Todo, absolutamente todo, está descolocado: se habla del cariño del padre, un cariño que los “demás no comprenden”, del desorden doméstico que provoca la llegada del chico, de los sueños banales de las pasantes. Lo que sucede en el escenario también descoloca: el baile y la música, inesperados, las fantasías devenidas representación, la fluctuación de los discursos. ¿Quién es responsable de la enunciación? Las voces se repiten y se reparten.
El suceso, causa de todo lo que vemos, se hace presente de un modo absolutamente peculiar. No quedan dudas: en el sistema donde el desplazamiento es paradigma, el signo es transparente. Y ese modo de presentarlo, sin embargo, no le resta ni un ápice de su fuerza brutal. Por el contrario, la multiplica.
Se ponen en juego todos los puntos de vista de un caso judicializado/judicializable. Desde la burocracia hasta la opinión de los profesionales. Lo que sucede es que en ese focalizar los puntos de vista aparece la parcialidad. Como en la famosa teoría de la punta del iceberg (Ernest Hemingway, dixit), lo que se cuenta es del orden de lo nimio: nos enteramos de cómo acomodan las sillas en la casa, o del modo de decorar de la empleada pública su lugar de trabajo, o de la razón por la cual el médico no quiere que le digan “doctor”. Cuando el muchacho habla sucede algo equivalente: descubrimos que le gustan las flores amarillas o que reconoce a las pasantes porque realizan de manera sistemática las mismas acciones.
No es que no se hable, sino que lo que se dice está en el nivel de la superficie. Cuando se plantean cuestiones graves, de manera directa, los protagonistas están desplazados, generando un quiebre de expectativas: es la empleada pública la que propone una competencia de razones para matarse.
También se pone en juego el universo de ficción, tanto del médico como del muchacho. Y se hace presente en el escenario ese mundo paralelo, esa idea de que el cuerpo está y la cabeza no. ¿Puede pensarse en una cáscara vacía? Depende de la concepción que se tenga del cuerpo. ¿Por qué sostener que la cabeza predomina y, por eso, tiene la “libertad de huir”?
Además, aparece el problema del nombrar. Lo que sucedió no se nombra. No es que no se diga. De hecho aparece en una lista-catálogo de traumas posibles. Pero no se nombra porque no se une acto con objeto, ni sujeto con acción.
La propuesta no deja de sonreírle amablemente al espectador mientras le propina un “cross a la mandíbula” (Roberto Arlt, dixit) para dejarlo nocaut.