¿Qué pasa cuando no se cuenta una historia? La abstracción es un recurso que explotan asiduamente todas las otras artes y la compañía AviTantes decidió, en Ojos cerrados, hacerlo también para el teatro.
Hace ya muchos años viví una experiencia que, como espectadora, me marcó profundamente. En el antiguo Centro Cultural Konex, ese lugar chiquito frente a la plaza de Tribunales, el recién nacido grupo Ojcuro ponía en escena La isla desierta. Se trataba de actores ciegos que trabajaban el texto de Arlt a partir del tacto, el olfato y el sonido. Flor de paradoja aquella; porque si la palabra “teatro” quiere decir, etimológicamente, “mirador” y lo que se anula es la vista…
Al día de hoy sigo recordando vivamente esa función (o funciones, porque la vi más de una vez) y, como sucede con todas las primeras veces, nunca encontré nada que se le pareciera.
Gerardo Bentatti (creador del grupo Ojcuro) afirma que el teatro completamente a oscuras es un invento argentino del siglo XXI. Yo no puedo ni afirmarlo ni negarlo. A lo único que me atrevo es a asegurar que ningún festival internacional trajo nada de características similares y que, en la historia del teatro, tampoco puedo encontrar algo así.
Pero como siempre dice mi tío, “lo importante no es hacerlo primero sino hacerlo bien”.
Y lo bien que hicieron.
Tanto, que se convirtieron en la punta de lanza para nuevos experimentos.
Ojos cerrados entra en esta línea: una obra que explora los sentidos anulando la vista. Pero sus puntos de partida y de llegada son muy diferentes.
El origen no es una historia, sino la música. Los cuatro miembros fundadores de AviTantes, Enrique Montero, Jerónimo Grandi, Maisa Pereira y Christian Ugarte, son artistas que logran hacer sonar esos raros e impronunciables instrumentos orientales. En esta travesía los acompañan Yamila Barreira, Marcela Favazza, Ierus Nemó, Eliezer Ilán Branderburg, Octavio Pizzul, Lionel Vega, Mercedes Groba, Uriel Vinocur y Pablo Favazza.
A través de la exploración sonora y la improvisación, consiguieron articular una extraña pieza teatral en la que no se cuenta una historia sino varias, donde no hay argumento sino fragmentos de postales dispersos y mezclados. Como le escuché decir una vez a Mauricio Kartun, “el teatro se encarga de colonizar la mente del espectador”. Nunca mejor explicación para esta obra.
Las “colonias” fundadas comienzan casi siempre por lo sonoro, a lo que luego se le van sumando el tacto, el olfato y/o el gusto. El espectador es libre de ir armando sus propios fragmentos de historias, o, simplemente, de disfrutar de la sensación.
Calor, dulzura, un recreo en la escuela. Todo vale en este experimento.
Pese a lo interesante de la propuesta, algunos problemas técnicos pueden interponerse en el resultado buscado. El caso más evidente es cuando la intención es que los espectadores participemos. Debido a que estamos con los ojos vendados, cualquier movimiento como pararse, sentarse, bailar y hasta comer o beber, tiene que ser asistido por un actor. Y somos muchos más espectadores que actores. Pueden pasar varios minutos muertos en los que estamos simplemente esperando (y se nota que estamos esperando), momentos que terminan jugando en contra de la obra, pues cortan el tempo que se quiere sostener. No es sólo que se ralentiza, lo cual no sería un inconveniente en sí mismo, sino que simplemente se quiebra, por lo que hay que volver a construirlo.
Otra cuestión conflictiva (ojo que no digo “problema”, porque puede ser algo buscado que a mí, desde lo personal, no termina de cerrarme) es el trabajo con la creación de los universos y la sinestesia. Paso a explicarme: por ejemplo, en un momento se escucha una música y unas voces que hacen recordar (o mejor, me hacen recordar) a una caravana atravesando el desierto. Otra que Lawrence de Arabia. Si hasta me parece sentir el paso de los camellos. Y entonces se acercan para darme un caramelo… de dulce de leche. Caramba, ¡qué mezcla!
Suenan estruendos de tormenta, como si se estuviera cayendo el cielo. Y hasta nosotros llega una pequeña brisa y cierta humedad. Caramba, otra vez.
Terminamos de bailar un vals y se nos acercan con una taza con jugo de limón y menta. Caramba tres veces.
Tal vez el no ser actores ciegos hace que les resulte dificultoso combinar los sentidos excluyendo la vista. O tal vez no sea algo que les interese.
En definitiva, lo cierto es que AviTantes crea una obra con postales que, algunas veces, logran transportarnos más allá de nuestra propia mente. Y cuando no, igual sentimos que formamos parte de una experiencia interesante.