martes, 2 de julio de 2024
Miércoles, 9 de marzo de 2011

Un poema para un antiácido

Por María Natacha Koss | Espectáculo El ardor

Un hombre indigestado por un poderoso locro es el punto de partida para que Ricardo Holcer y Marcelo D´Andrea construyan El Ardor, una acidez bien argentina.

Immanuel Kant decía que si uno se pone lentes rosas, es muy probable que vea todo teñido de rosa, y que si luego se los cambia por unos lentes azules, vea todo azul. No parece hacer falta una mente brillante como la de nuestro amigo alemán para hacer una afirmación tan básica, pero en términos de filosofía esto dio inicio a las teorías del subjetivismo que hoy en día seguimos discutiendo. ¿Por qué la referencia? Porque casi sin que nos demos cuenta este año tenemos puestos los lentes del bicentenario, que de una forma u otra nos obligan a ver lo que sucede a nuestro alrededor como una metáfora más o menos explícita de la Patria.

Entonces cuando entramos a la pequeña sala del subsuelo del Camarín de las Musas y un hombre nos increpa con “¡Yo tuve un ataque al hígado! ¡Pero no un ataque así... ! ¡Una lucha, una confrontación! Yo me había comido un locro... ¡Bah!, un resto de locro”, un hombre vestido con un mono anaranjado de mecánico, que nos habla mientras arregla una especie de motor en corto y mientras el aire se inunda de olor a hombre soldando, no podemos menos que pensar en luchas intestinas, literal y metafóricamente. Gestas heroicas entre vísceras van tiñendo de lenguaje político el texto, en donde un cuerpo minado por los excesos vuelve a la semilla de la Patria, vuelve a la familia, a la madre tierra en la Pampa Húmeda y al padre en los puertos inmigratorios. La escritura se transforma, así, en posibilidad de mundo, en una máquina que finalmente mueve la Plaza de Mayo y hace que este cuerpo-país vuelva a construirse, a medio camino entre el humor más irónico y la tragedia más nefasta.

La escenografía, responsabilidad de Marcelo D´Andrea, se convierte en una verdadera co-protagonista de la puesta. Una estructura en madera que parece todo el tiempo a punto de desarmarse, de romperse, pero que sin embargo resiste los embates del cuerpo del mecánico, parece ratificar aquella vieja anécdota según la cual, cuando Albert Einstein nos visitó en 1925 dijo: “La Argentina es un país al cual sus ciudadanos tratan por todos los medios de destruir… y no lo logran”. La Argentina crucificada por sus mismos habitantes, las luchas intestinas que amenazan con destruir al cuerpo; y el cuerpo que resiste, porque al final de cuentas, en un país donde todo se ata con alambre, no hay nada que un antiácido no pueda resolver.

Pero, por su puesto, esta estabilidad temeraria, provisoria, sirve para sostenernos hasta la llegada de un nuevo locro y un nuevo ardor. Y ésta es la receta según el gourmet Holcer: Oreja, hocico, cortado en cuartos, tripa gorda la más grande, cortada en rodajitas; chorizo blanco, chorizo colorado y la panceta salada cortada en cubos. La ponés en una olla aparte que hierva así desgrasa bien, si no es una bomba. El maíz y los porotos pallares en remojo desde la noche anterior; tirás el agua y lo pones a hervir en ollas separadas. El maíz junto con la tripa gorda. Cuando está a medio cocer, agarrás la gallina (te vas al canal y comprás una grande, decile a Peteco de parte mía, BIEN grande), la desgrasás y la cortas en pedazos, cuchillo y hacha. ¡Revolvé, revolvé bien!, y andá agregando sal. El zapallo, pelado, lo cortás en pedacitos, eso le da consistencia y dulzor…”.

Publicado en: Críticas

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