Jueves, 01 de Enero de 2015
Lunes, 13 de Diciembre de 2010

De Anticristas, dioses y langostas

Hace unos diez años, una fábrica ofrecía una serie de propuestas teatrales sumamente interesantes. Quién puede olvidar la subida por las escaleras iluminadas con velas para ver 3ex, pieza íntima para teatro de Mariana Anghileri y Gustavo Tarrío, con su estética tan particular o el recorrido de Puentes, de Mariana Anghileri y Mariana Chaud en una visita fabulosa por los distintos espacios y desde distintos puntos de vista, o el trabajo de Kachivachetur de Sergio Dawi y Damián Nisenson, con ese cruce de música de objetos, en fin...En ese momento se registró la movida teatral de tal manera, que esos espectáculos no sólo recibieron la legitimación por los medios habituales, sino que, incluso más de una de esas puestas, participó del III Festival Internacional de Buenos Aires.
Luego, y durante años, la fábrica hizo silencio de teatro. Pero de un tiempo a esta parte se volvió a levantar con sus vidrios rotos y sus pasillos laberínticos.
En el mismo fin de semana asistí a tres puestas en IMPA, que no se habían presentado previamente en otros espacios. Es interesante observar la diferencia entre una propuesta constituida en este espacio y otra trasladada aquí. Sin duda, el ámbito se torna fuertemente significativo. No hay manera de eludirlo, porque no hay posibilidad de que “dé teatro”, aunque el universo presentado sea eminentemente “teatral”.
Hay propuestas que eligen, por ejemplo, narrar desde la fábrica propiamente dicha, es decir, constituirla como referente, (como Montacargas). Otras en cambio, sacan provecho de la fábrica, por ejemplo, porque utilizan el espacio para interactuar en recorrido con los espectadores (como Kotidiana y El olvido de los cuerpos).
El caso de La Anticrista es muy particular porque, siendo una puesta estrenada allí, la fábrica real no remite/construye “fábrica ficcional”. Los espacios en los que se desarrolla la acción, son construidos verbalmente, con el agregado de la indicación artificial de esta construcción. Nos anticipan: “acá habrá un río, acá un granero, allí la gobernación”. Sin embargo, el espacio que compartimos no es el ámbito habitual de la ficción. Es decir: en una sala de teatro, el hecho de que la palabra convierta un espacio vacío y neutral en cualquier espacio es del orden de la convención. Que esto suceda, en cambio, en un sitio con un olor particular, con el ruido del tren, con el recorrido previo por las escaleras, con los límites marcados y las cintas rojas que inhiben los lugares prohibidos, con los vidrios rotos allá en el fondo de nuestra visual, es algo absolutamente diferente. Porque el lugar físico no hace más que denunciarse como no- teatro, pero algo del orden de la iluminación tampoco permite observarlo como fábrica.
La propuesta explícita de La Anticrista es distanciarse de toda tecnología. En este universo ni siquiera existe la energía eléctrica. Lo que sucede conlleva un tiempo en el que la corrupción se devora gobierno y gobernados, en el que la religión es tan poderosa que meten baza tanto Dios como el Diablo, en el que todavía se representa (porque ha sido aclarado) en verso, en el que los instrumentos no detentan ningún enchufe. Tal vez, lo único extemporáneo sea el supermercado chino.
Estamos frente a una sátira política, bizarra al extremo, que convoca al humor desde lo escatológico.
El verso no hace más que multiplicar el ritmo y la diversión ante la expectativa del remate absurdo, a veces esperado, otras no. Y en ese quiebre también se provoca la carcajada.
Todos los cuerpos funcionan como cuerpos que citan o como cuerpos que aluden. En ocasiones fácilmente legibles, en otras más ambiguos. Cuerpos parodiantes que se leen cruzados por el cine, por el teatro, por la cultura en general. Cuerpos travestidos: hombres devenidos en langostas saltarinas-bailarinas- coreografiadas, hombre devenido mujer- imposible, hipérbole de mujer que carga con todos los estereotipos. Regidos también por un travestimiento textual.
En la misma línea, la iluminación también se juega por un lugar tangencial, inesperado.
Que no utilicen un importante número de tachos no significa que el dispositivo de iluminación sea sencillo. Muy por el contrario. Toda la luz proviene del mismo tipo de fuente, el fuego, pero con un grado diverso de intensidad. No iluminan igual las series de velitas que construyen pequeños caminos en el suelo que las antorchas. Ahora bien: lo que no hay es cambios de intensidad ni de dirección y la calidad de la luz permanece sin variaciones de principio al fin. El ojo del espectador se acostumbra al nivel de luz y deja de interrogarse, tal vez, por lo que no puede responder, por ejemplo, la escala cromática.
Esta elección de la fuente construye algo que la energía eléctrica no podría construir: la posibilidad de desaparecer. La llamita de las velas multiplicada en el piso amenaza de manera insistente con apagarse. Como testigos, los vidrios rotos de las ventanas por las que se cuela el viento.
Algo de lo precario está inscripto a través de este diseño de iluminación que puede funcionar como analogía de todo lo narrado: el poder también es precario, las creencias, las falsas “olas del río”, la corrupción. ¿Por qué, no? ¿Quién nos quita la esperanza?

Publicado en: Críticas

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