"No hay nadie que escape a la desgracia de perder a uno de los suyos, como ya se habrá podido adivinar. Es posible, lógico, no es desdeñable. La etiqueta y la costumbre no abdican jamás de sus derechos, en ningún momento de la existencia. También pretenden en esto pautar la manera en que debemos comportarnos y expresar nuestro sufrimiento". Jean-Luc Lagarce. Las reglas de urbanidad en la sociedad moderna.
Hace unos años la obra de Jean Luc-Lagarce llegó a Buenos Aires multiplicada en puestas, publicaciones y conversaciones que pusieron en el centro de la escena a este dramaturgo francés maravilloso.
En aquella ocasión, Rubén Szuchmacher puso en escena el mismo texto dramático, pero ésta es, tal vez, la única coincidencia.
¿Cómo hace un director para pensar un universo distinto del que alguna vez pensó?
O ¿cómo hace para no pensar algo diferente si es, efectivamente, un director, en otro momento, con otras condiciones de producción?
Y aquí aparece el estupendo trabajo que lleva adelante con Estela Medina. Estrenado en Uruguay, está por un tiempo limitadísimo en Buenos Aires.
En cuanto se entra en la sala se observa la construcción de límite, de la frontera. Si se pudiera, diríamos "en primer plano". Lo que establece el límite y lo que está adentro pertenecen a dos universos diferentes. El primero construye funcionalidad absoluta, vinculado a banco o a oficina pública. El segundo, en cambio, remite a un mundo en el que el centro está establecido por el ornamento y en oposición férrea, casi, a la utilidad.
¿Para qué múltiples conjuntos de mesas y sillas? De modo evidente, para postularse signo, es la materialidad (los colores, las formas, sumados a la reiteración) lo que va a construir ese micro universo de quienes pueden poner en un lugar fundamental las reglas de urbanidad. Porque es el protocolo, las buenas costumbres, algo de lo que no todos pueden ocuparse.
Llega ella. Un caballero le franquea la entrada a ese espacio recortado en el espacio mayor. Una mujer que ocupa con su presencia todo el escenario. Sus gestos, su voz, su modo de mirar. Está vestida de largo.
Es difícil decir quién es. De hecho nunca se presenta. Y aunque habla dirigiendo su mirada al público, es rarísima la ocasión en la que lo construye en su discurso. En realidad, elige de manera sistemática la tercera persona. No es ilógico que esto suceda, porque está planteando cuestiones que no presenta a discusión. Por ende es necesario evitar la interpelación.
La dama recorrerá distintas situaciones de la vida, todas ligadas a las arbitrarias construcciones sociales: inscribir a un recién nacido (vivo o muerto), elegir padrinos, bautizar al niño, comprometer a los jóvenes, en fin, todas cuestiones pautadas, podría decirse, de manera rígida, pero a la vez supeditadas a múltiples variables. Y aquí, además de la disfrutable ironía y el humor sutil de lo que se dice, aparece algo sumamente interesante, porque la decisión es que las reglas, que lo son, sean, en algunas ocasiones, más firmes que en otras. Tanto el lenguaje, propuesto por el autor (y tan bien trabajado en la traducción de Ingrid Pelicori) como la actuación de Estela Medina, redundan en la construcción de la indecisión: "es así", "debería ser así", "será así", "tal vez...". La actriz trabaja en la oscilación de lo que el manual propone y lo que lo extradiscursivo permite llevar adelante. Y son las variables, enfatizadas en un discurso que se construye como el que sabe pero duda (vuelve atrás, interroga sus propias certidumbres), lo que convierte esta puesta en una joyita imperdible. Un texto maravilloso y una actriz y un director que, sabiendo que lo es, lo cuidan, lo dejan ser dicho, lo ponen en bandeja de plata. Como corresponde.