¿Qué se puede decir de Shakespeare que no se haya dicho ya? Según nos demuestra Helena Tritek en El amante del amor, bastante.
Dimitri Shostakovich, 1938, Suite para orquesta de jazz nº 2, más conocida como Yo te daré, en versión de cantito de cancha. Cinco personajes (sí, cinco) bailan en parejas este hermoso vals que aúna la tradición clásica y la tradición popular. Conocemos la melodía, nos resuena en el corazón, aunque no sepamos puntualmente qué es. Exactamente igual que William Shakespeare. ¿Cuántas personas leyeron Romeo y Julieta? Sin pretender hacer un censo, diría que pocas. Claro: pocas en relación a la gran cantidad de gente que conoce la historia. Es que las obras de Shakespeare han devenido mito, al transmitirse más por el teatro que por la letra escrita, más por la oralidad o el cine que por el libro. Por eso cuando nos topamos con sus sonetos (me aventuro a afirmar que el aspecto menos difundido a nivel popular de nuestro dramaturgo) hay algo que nos suena, aunque no sepamos exactamente de dónde viene la música. Y Helena Tritek juega a este juego con premeditación y alevosía.
Desde una caja negra y apelando a Venus y Adonis, una mujer con galera y fusta afirma "Dado que ya estás muerto, ¡ay! He aquí mi profecía: /El dolor desde hoy acompañará al amor; /los celos serán su escolta; /hallará un dulce comienzo, más su final será insípido; /alto o bajo, jamás se equilibrará: /así, todos los placeres del amor compensarán su sufrimiento". Juegos sexuales se abren a la fantasía con dos o tres declinaciones; apenas una leve puesta para el decir, que orienta (y violenta) el sentido. La parodia se apodera de una vez y para siempre de la escena: a veces como homenaje, a veces como cita, a veces como inversión de sentido. Pero siempre desde una devoción hacia Shakespeare que nos contagia, aun en contra de nuestra voluntad.
Sin embargo no es sólo el amor sexual el que aparece. "Que venga ya la muerte: estoy cansado /de ver hecho un mendigo al que más vale, / y que el don nadie vista con boato, y al cándido lo engañe el miserable (...) Mas en la muerte no hallaré reposo/ si, muerto yo, mi amor se queda solo.". Este Soneto LXVI podría pensarse como soneto del siglo XXI. Amor y muerte en un velorio que se construye con dos bancos y una mortaja. Y la poesía sigue casi con un refrán a los que era tan afecto nuestro amigo inglés: "la calumnia siempre tiene quién le crea". Pero también se abre hacia el más puro canto lírico en donde Mariano Gladic, que hasta ahora parecía un mero asistente de escena, sorprende con una voz que hace temblar las paredes.
Son 18 los sonetos que se suceden a una velocidad vertiginosa, cada uno armando su propio micromundo, gracias al gran despliegue actoral (música incluida), a la escenografía, las máscaras y el vestuario. Alejandro Granado, en tanto responsable de la realización de arte, consigue algo muy extraño: que todo sea funcional, pero a la vez profundamente bello y poético. Cuando de Hamlet se recita "¡Qué obra maestra es el hombre! ¡Cuán noble por su razón! ¡Cuán infinito en facultades! En su forma y movimiento, ¡cuán expresivo y maravilloso! En sus acciones, ¡qué parecido a un ángel!", una lo piensa como preludio al trabajo de arte que, inmediatamente después, se despliega ante nuestros ojos. Un pequeño retablo que rinde homenaje a The Rose, aquel famoso teatro que regenteara Shakespeare, sirve de marco para una serie de escenas que, mezcla de commedia dell´arte y teatro de marionetas, son, a todas luces, las más obscenas e hilarantes. Victoria Almeida, Stella Brandolín, Roberto Romano y Alejandro Viola completan un elenco virtuoso, que sostiene desde el cuerpo el alma del verso poético. Especialmente conmovedoras resultan los momentos de danza de Almeida y la escena en donde, luego de retomar a Venus y Adonis con la música de Shostakovich del principio, Brandolín y Romano recitan, mientras se "quitan los afeites": "La belleza sólo es un bien fútil y dudoso, luciente /cristal que se empaña de improviso, flor que muere/ en cuanto empieza á abrir, frágil vidrio que se quiebra/ fácilmente.
Bien perdido, esmalte apagado, vidrio roto, flor/ ¡muerta en un segundo!/
Y como un bien que se pierde, rara vez o nunca se/ halla, como no hay pulimento que renueve un esmalte/ empañado, como la flor marchita viene al suelo ya seca,/ como ningún cimento torna al vidrio su ser;/ La belleza, una vez ajada, jamás se recobra, ni con/ drogas ni afeites, ni con afán ni dinero".
Escena enternecedora como pocas, que sirve de pie para la despedida. Con el perturbador soliloquio final de La Tempestad, Tritek nos recuerda que en tanto arte, el teatro nos acerca al mundo de lo misterioso y lo sagrado. Mientras Viola despliega sus dotes musicales entonando una cantata de Bach, un último personaje sublime (al decir de Maurice Maeterlinck) entra a escena. Nunca como antes fueron tan ciertas aquellas palabras de Próspero cuando afirmaba que "El baile ha terminado. Todos nuestros actores no eran sino espíritus;/ se han disipado en el aire, en el ingrávido aire (...) y, tal como esta tramoya insustancial/ se desvanecerán sin dejar rastro. Estamos hechos/ de la misma sustancia que nuestros sueños y el sueño/ envuelve nuestra breve vida".
Este último personaje misterioso, su sonrisa inquietante, el ritual de despojamiento, los cantos que entona en hebreo y que nos prometen una Jerusalén de techos de oro, los versos de Shakespeare... Todo eso nos obliga a parafrasear a Berugo Carámbula y decir que "los sueños, sueños son, pero que en el teatro, se hacen realidad". Y aunque sea por un breve instante, nos permiten entrar en contacto con otro plano de la existencia.