Mucha testosterona reunida en el salón de actos del ENET Nº 3 de Morón, es la base del trabajo de Bernardo Cappa en Los Rocabilis, junto a un heterogéneo elenco.
Entramos a la sala del Abasto Social Club y nos encontramos con una escena despojada. Sobre el escenario vacío hay una bandera de ceremonias, un busto dorado bastante extraño (principalmente porque se parece a Pomelo -el fabuloso personaje de Peter Capusotto-, pero sin los rulos), un pupitre, una pequeña lámina enmarcada de Jesús y un cartel de cartulina y papel madera que nos anuncia el nombre de la escuela.
Entran tres personajes con jopo y campera de cuero, tres aspirantes a rock stars a quienes ya se les pasó el cuarto de hora. Sin los instrumentos musicales (están esperando que un compañero los traiga) ensayan la puesta en escena, giros, pasitos, actitudes y besitos al público. Ellos son Ángel Trelles (Fabricio Rotella), Miguel "Ardilla" Bustinza (Aníbal Gulluni) y Cristian "Killer" Balmaceda (Pablo Navarro), a quienes se le sumarán más tarde Ramiro "Oso" Bustinza (Martín de Goycoechea), el padre Rodolfo "Fito" Falabella (Sebastián Morgodoy) y Salvador Anselmi (Adrián Galo Ontivero).
La historia es sencilla: esta banda, que se inició en la época en que todos estudiaban en la misma institución secundaria (promoción 1992), se reúne dieciocho años después para hacer una función en el salón de actos. La distancia entre el pasado y el presente se mide en frustraciones y sueños nunca realizados, entre anécdotas coloridas y una vida gris. Gracias al proyecto, estos hombres vuelven a ser adolescentes (aunque en realidad parecería que nunca han dejado de serlo), por lo que la velada de ensayo se transforma en "pizza, putas y rock and roll". Así harán su entrada Fabio, el chico del delivery (Mariano Clemente) y Sorange, la puta (Maia Lancioni).
A esta escena despojada que nombramos al principio la va a acompañar una iluminación absolutamente austera: habrá algunos apagones, algunas focalizaciones, pero nada más. Además, completamente ausente está la música y/o la banda sonora, a no ser por la que los mismos personajes realizan en escena.
Este despojamiento, lejos de las teorías del teatro pobre de Jerzy Grotowski o las del espacio vacío de Peter Brook, no ayuda a la obra ni al trabajo de los actores. Pese al esfuerzo que ellos realizan, no cuentan con una dramaturgia sólida en la cual apoyarse; la puesta parece ser un work in progress sobre una consigna de improvisación. Ni los personajes están bien definidos (tienen nombre y apellido, tienen profesión, pero, en esencia, son todos iguales, terminan actuando de la misma manera, teniendo el mismo discurso, etc.) ni el trabajo en el espacio está logrado (continuamente tienen que contarnos en forma verbal lo que sucede en la extraescena, ya que se dificulta evidenciarlo a través de la historia o del trabajo actoral). El humor aparece gracias a unas líneas de diálogo esporádicas, algunos gags bien logrados, merced a las características de los personajes -aunque en este caso el recurso del cliché opaca la risa, por la previsibilidad: la puta es lisiada, el cantante es sordo, el cura es el más libidinoso del grupo- o a la pura pregnancia actoral.
Esta obra nos sorprendió, sobre todo, porque conocemos el trabajo de Cappa. El año pasado cubrimos La Funeraria, así que sabemos realmente de qué es capaz este director.
Tal vez sea la necesidad de estrenar, o el gusto de trabajar con un grupo humano afable; tal vez sea la falta de presupuesto, o se trate simplemente de un culto por lo inacabado. Lo cierto es que esta obra, a pesar de contar con un equipo talentoso, no ha terminado de desarrollarse estéticamente. En definitiva, sus hacedores no han asumido los riesgos que -estamos seguros- son absolutamente capaces de afrontar.